viernes, 20 de junio de 2014

LOS FRUTOS TARDÍOS DEL RIESGO (fragmentos) por DIEGO TECHEIRA


Pocos casos como el de Saúl Pérez Gadea ejemplifican de manera tan evidente lo que sostuviera Carlos Real de Azúa en el marco de una definición del carácter —o la falta de él— literario uruguayo: “En nuestra literatura, como en nuestra historia política, parece haber sido inevitable la inclinación por los arreglos y la dilución de todo concentrado medianamente agresivo”. No puede entonces sorprendernos que a más de cuatro décadas de su muerte la obra de este poeta originario de Santa Clara de Olimar (departamento de Treinta y Tres) continúe en los archivos blindados de la indiferencia.
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Desde un ejemplar de Homo-Ciudad que su autor no canjeó por algunos de sus favoritos (Neruda, Vallejo, Poe o Graham Greene, Sartre, Faulkner o Dostoievski) resucitaban los deseos de vientos propicios sobre la firma de Jesualdo Sosa, quien atribuyera a aquel adolescente, nacido el 17 de junio de 1932, una “rara y densa” personalidad, desplegada en una obra que, con seis años de anticipación (1950), hubiese merecido el mismo comentario que William Carlos Williams habría de hacer respecto al poema Howl, de Allen Ginsberg  (1956): “este poeta ve con toda lucidez los horrores, de los que participa en los más íntimos detalles de su poema. No elude nada, sino que lo experimenta hasta las heces”.
La analogía entre estas dos obras resulta de sus respectivas gestaciones, de un gesto creativo común de sus autores. Sabemos que Pérez Gadea escribió Homo-Ciudad en el correr de una noche. Esta génesis “febril” (que sería característica de la famosa generación beat norteamericana, marcada rítmicamente por el  be-bop) fue una constante de su obra.
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El expresivo rechazo, la enérgica rebeldía que se manifiesta en Homo-Ciudad, se asienta en su obra posterior (pero primeramente en su personalidad) como depresiva conciencia que se debate entre el alegato insurrecto del renegado (la imagen  representativa podría ser la del ángel caído) y la sórdida visión de sí mismo como una sombra transitoria en medio de una comunidad de sombras.
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La sensibilidad atormentada de Pérez Gadea desemboca en una obra de excepción dentro de un contexto cultural caracterizado por el desarrollo de un discurso cortical y por la práctica literaria como ejercicio de lucidez intelectual. Una obra que revela su aguzada visión del mundo mediante una exposición de carácter fantástico y se interna sin resquemores en los territorios prohibidos del “sí mismo”, territorios que el poeta transitará en su evolución desde el sentimiento romántico y en ocasiones pueril de sus inicios hasta alcanzar un carácter “visionario”, en el sentido que este término acuña, por ejemplo, referido a la obra de William Blake.
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En este sentido el trabajo de Pérez Gadea se define como absolutamente personal. El discurso apunta, progresivamente, a su mayor autenticidad, el lenguaje va ganando terreno, el ritmo va desplazando al concepto, y la intuición, cada vez más que la idea, hace de su poesía un compromiso con lo humano, no sólo en su aspecto histórico sino en el más íntimo de su sensibilidad: el hombre es, en la poesía de Pérez Gadea, un ser de carne y espíritu que padece sus relaciones sociales todas, sí, pero también, y fundamentalmente, su condición de individuo que debe cargar solo con el peso de sus sueños y sus pasiones, sus obsesiones y pesadillas. Ese hombre que no se construye de idealismos ni de preconceptos, y que precisa despojar de esos mismos vicios a la palabra para volver a creer en ella. Para poder creer al menos en sí mismo.
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Hoy nos deja Saúl Pérez Gadea algo más que una alternativa de orden estético. Nos deja también el ejemplo de honestidad de quien desecha, a favor de su obra, prejuicios y pilares gregarios y se juega, entre el riesgo y la comodidad, a  cualquier precio por el primero.



Extractos de Los frutos tardíos del riesgo, prólogo de Diego Techeira a “El ojo de la tempestad”