sábado, 20 de septiembre de 2014

NOVEDAD 



Cuando Pilar González y Diego Techeira consideraron la posibilidad de trabajar
en conjunto desde el espacio de la creación artística el mundo del erotismo
procuraron alcanzar lo explícito sin procacidad, conquistar un territorio
donde la sexualidad deviniera voz y trazo, desbordando lo meramente físico,
expresión que disolviera los límites para proyectar a cada quien
(artista plástica, poeta, receptor, hombre o mujer)
más allá de su propia piel.






domingo, 22 de junio de 2014

SAÚL PÉREZ GADEA

EL OJO DE LA TEMPESTAD


SAÚL PÉREZ GADEA representa un caso singular en la  literatura uruguaya. Es que a partir de la aparición de Homo-Ciudad, editado cuando el poeta tenía sólo 
18 años de edad (y a decir verdad, apenas esbozo 
de la calidad que alcanzaría), su discurso intenso 
e incisivo, sin espacio para las concesiones, evidenció 
 un temperamento excepcional en nuestras letras, 
que le acreditó elogios de Gerardo Diego, Ramón Gómez de la Serna, Jesualdo Sosa, Alberto Zum Felde, Líber Falco y Juan Carlos Onetti, entre otros.

Sin embargo, el obstinado silencio a que se ha condenado su obra ejemplifica de manera evidente lo que sostuviera alguna vez Carlos Real de Azúa:  
"En nuestra literatura, como en nuestra historia política, parece haber sido inevitable la inclinación por los arreglos y la dilución de todo concentrado 
medianamente agresivo".


EL OJO DE LA TEMPESTAD, en lo que constituye el acontecimiento editorial más relevante de la poesía uruguaya en mucho tiempo, reúne la trayectoria  (inédita en su mayor parte hasta el presente) de quien se revela como uno de los más extraordinarios poetas que ha dado nuestro país. A través de la misma, Pérez Gadea nos presenta su aguzada visión del mundo mediante una exposición de carácter fantástico, internándose sin resquemores en los territorios prohibidos del “sí mismo”, y el lenguaje, moneda gastada de la incomunicación, es recuperado y apropiado para recobrar así su perdida plenitud expresiva.

Compilación y prólogo: Diego Techeira

viernes, 20 de junio de 2014

Cuando yo nací, Helena




Cuando yo nací, Helena,
los poetas de París
se ahorcaban mirándote a los ojos.
Cuando yo crecí, Helena,
tú te encerraste en una casa grande
con un marchito ramo
y un polvoriento ajuar.
Y sonaron a tumba tus paseos
por los corredores solitarios.
Cuando yo fui hombre, Helena,
ya eras sólo un gris daguerrotipo
que plumereaba la mucama albina.
Cuando yo sea viejo, Helena,
y oficie de rector
y tenga gafas
y mueva en tics senil
mi calavera,
cuando tu mundo, Helena,
sea una muestra
del museo de cosas
insensibles,
como los abanicos y las modas
y las hojas del libro de retratos,
junto a las cartas de amor
y los periódicos
y las verjas que huyeron del verano.
Cuando yo haya muerto, Helena,
y silben trenes mucho más veloces
y amontonen casa sobre casa
y se cubran de máquinas las selvas
y se apaguen los últimos jardines
y el dios de los veranos haya muerto.
Y muerto el Dios
no existen más muchachas,
ni el vino a la hora del almuerzo,
ni el olor de durazno en la persiana,
ni las sábanas blancas en la siesta,
ni el perro que corría por el monte,
ni el niño que contaba las estrellas.
Un mundo así. Distante y sin
la clara mañana del camino
sin el humo subiendo por el valle,
sin pastor, sin caminos, sin lucero.
Un mundo sin tu sombra, Helena,
un mundo,
una piedra redonda dando vueltas,
un sonido en el aire y nada, nada,
un sonido nomás, débil, cayendo.

                                                Saúl Pérez Gadea

Hospital Vilardebó



 
Si Dios llegara a visitar la casa
en un atardecer, si Dios viniera,
si yo pusiera en sus
manos totales la total
llave que nos abre el mundo turbio,
el mundo hundido de esta casa hundida
como un gran hoyo o como un monstruo ciego.
Adelante, Jesús. Veamos todo; no marchites el rostro,
el ojo blanco, la silbante
sangre, tu madera.
Aquí está Pedro que se ató las manos
con alambres de púa y de serpiente,
que inunda pabellones de fantasmas
y profiere alaridos, tu sufriente.
Adelante, Jesús. Aquí a la vieja que se lava las manos
el pellejo le cuelga de los dedos sarmentosos,
tiene sangre, suda sangre, sufre sangre;
vedla sangrar, falanges cavernícolas,
dedos rasgados de jabón, martirizados de agua,
tu sufriente.
Adelante, Jesús. Aquí el poeta que se estrangula solo,
que ruge, escupe, orina y cabecea,
y al fin como una bolsa que se pudre,
sus huesos sobre el suelo esparce al viento.
Todo está bien. Job en su piedra,
Job en su yugo. Job en su cadena.
La locura es el beso de los ángeles
que tienen de medusa las cabezas.

                                                     Saúl Pérez Gadea

LOS FRUTOS TARDÍOS DEL RIESGO (fragmentos) por DIEGO TECHEIRA


Pocos casos como el de Saúl Pérez Gadea ejemplifican de manera tan evidente lo que sostuviera Carlos Real de Azúa en el marco de una definición del carácter —o la falta de él— literario uruguayo: “En nuestra literatura, como en nuestra historia política, parece haber sido inevitable la inclinación por los arreglos y la dilución de todo concentrado medianamente agresivo”. No puede entonces sorprendernos que a más de cuatro décadas de su muerte la obra de este poeta originario de Santa Clara de Olimar (departamento de Treinta y Tres) continúe en los archivos blindados de la indiferencia.
(…)
Desde un ejemplar de Homo-Ciudad que su autor no canjeó por algunos de sus favoritos (Neruda, Vallejo, Poe o Graham Greene, Sartre, Faulkner o Dostoievski) resucitaban los deseos de vientos propicios sobre la firma de Jesualdo Sosa, quien atribuyera a aquel adolescente, nacido el 17 de junio de 1932, una “rara y densa” personalidad, desplegada en una obra que, con seis años de anticipación (1950), hubiese merecido el mismo comentario que William Carlos Williams habría de hacer respecto al poema Howl, de Allen Ginsberg  (1956): “este poeta ve con toda lucidez los horrores, de los que participa en los más íntimos detalles de su poema. No elude nada, sino que lo experimenta hasta las heces”.
La analogía entre estas dos obras resulta de sus respectivas gestaciones, de un gesto creativo común de sus autores. Sabemos que Pérez Gadea escribió Homo-Ciudad en el correr de una noche. Esta génesis “febril” (que sería característica de la famosa generación beat norteamericana, marcada rítmicamente por el  be-bop) fue una constante de su obra.
(…)
El expresivo rechazo, la enérgica rebeldía que se manifiesta en Homo-Ciudad, se asienta en su obra posterior (pero primeramente en su personalidad) como depresiva conciencia que se debate entre el alegato insurrecto del renegado (la imagen  representativa podría ser la del ángel caído) y la sórdida visión de sí mismo como una sombra transitoria en medio de una comunidad de sombras.
(…)
La sensibilidad atormentada de Pérez Gadea desemboca en una obra de excepción dentro de un contexto cultural caracterizado por el desarrollo de un discurso cortical y por la práctica literaria como ejercicio de lucidez intelectual. Una obra que revela su aguzada visión del mundo mediante una exposición de carácter fantástico y se interna sin resquemores en los territorios prohibidos del “sí mismo”, territorios que el poeta transitará en su evolución desde el sentimiento romántico y en ocasiones pueril de sus inicios hasta alcanzar un carácter “visionario”, en el sentido que este término acuña, por ejemplo, referido a la obra de William Blake.
(…)
En este sentido el trabajo de Pérez Gadea se define como absolutamente personal. El discurso apunta, progresivamente, a su mayor autenticidad, el lenguaje va ganando terreno, el ritmo va desplazando al concepto, y la intuición, cada vez más que la idea, hace de su poesía un compromiso con lo humano, no sólo en su aspecto histórico sino en el más íntimo de su sensibilidad: el hombre es, en la poesía de Pérez Gadea, un ser de carne y espíritu que padece sus relaciones sociales todas, sí, pero también, y fundamentalmente, su condición de individuo que debe cargar solo con el peso de sus sueños y sus pasiones, sus obsesiones y pesadillas. Ese hombre que no se construye de idealismos ni de preconceptos, y que precisa despojar de esos mismos vicios a la palabra para volver a creer en ella. Para poder creer al menos en sí mismo.
(…)
Hoy nos deja Saúl Pérez Gadea algo más que una alternativa de orden estético. Nos deja también el ejemplo de honestidad de quien desecha, a favor de su obra, prejuicios y pilares gregarios y se juega, entre el riesgo y la comodidad, a  cualquier precio por el primero.



Extractos de Los frutos tardíos del riesgo, prólogo de Diego Techeira a “El ojo de la tempestad”