viernes, 18 de octubre de 2013

EL ESPEJO DE LOS SUEÑOS - Diego Techeira



Apóstata. El autor de canciones. Fabulador. El poeta. Washington Benavides ostenta múltiples credenciales. Todas válidas.
Como salido del imaginario de Sherezada, el aspirante a mago arremete sus palabras, sus conjuros, y del árido entorno cotidiano, brotan secretas fontefridas.
            Exorcista del tiempo, madrigalista solitario, desafía (Jacob pendenciero), en duelo de contrapunto a Dios, increpándole el derecho a ostentar las llagas humanas: “los pies clavados” que nos pertenecen.
            Homo faber, dibuja extensos haikús en los que el mundo reposa como la sombra de una mirada, como una calandria que existe sólo cuando canta. El poeta cede la palabra al mundo y éste se la devuelve en presencia.

            “Que florezcan todas las flores”. Ese ha sido su lema. “Estudia, estudia. No estudies nada”, su llamado, su invocación a lo más propio de cada uno. Su única lección. A favor del sentido común: ese oculto entramado del tejido que entre todos vamos construyendo y se nos entrega en destellos breves, en instantes de revelación. Así como la flor de Gautama dibuja una sonrisa a modo de respuesta única en su discípulo. O como estremeció al viajero en el tiempo de H. G. Wells la flor que hallara en su bolsillo —tal vez la misma.
            Única voz que integra una multiplicidad de alientos. Ensueño colectivo y no autor: la página es una luna de azogue por donde cada quien accede a su propio país de maravillas: un ideograma del silencio. Para inventar todos los mundos que le quepan dentro: la biblioteca de Babel.
            Imposible contenerlo: adopta la forma del eco. El escriba se pierde entre sus nombres múltiples: Pedro Agudo, John Filiberto, Washington Benavídez, David, Gabino, Tablada, Drumond, Hokusai, Caín, Sansueña...
            Todos son válidos. Como en un sueño en el que Sherezada soñara otros mil sueños que contienen su sueño y se contienen, mutuamente, todos a la vez.